Los derechos de los ríos

Los derechos de los ríos

Escribe Tomás González Astorga / Ingeniero en Recursos Naturales por la Universidad de Chile

Cuatro límites planetarios ya han sido transgredidos (Rockström & Steffen, 2015): el calentamiento global, la extinción de especies, el ciclo del nitrógeno y el cambio de uso de suelo de bosques a pastizales. Otros tres están cerca de superarse: el uso del agua dulce, la acidificación de los océanos y el ciclo del fósforo. Actualmente gran parte de las iniciativas políticas “verdes”, en vez de revertir estos procesos de degradación del planeta, han sido cómplices de empeorarlo y de generar pobreza y guerras. Modelos de gestión centralizados, que en definitiva no son democráticos, generan desconfianza entre las poblaciones locales, acostumbradas a luchar contra alianzas entre Estado y empresas bien dispuestas a la extracción, pero sin interés en la protección de los bienes comunes.

De esta manera, podemos señalar una profunda contradicción en nuestro sistema jurídico, el cual trata a los seres vivos como objetos o propiedades mientras que las corporaciones (que son una forma de propiedad), son tratadas como sujetos de la ley con personalidad jurídica y derechos. Esto alimenta un paradigma económico basado en el crecimiento ilimitado a costa de la naturaleza, modelo que en última instancia no beneficia a nadie. Dentro de este panorama, en los últimos años han surgido una serie de propuestas legislativas, fundamentadas en cosmovisiones indígenas y filosofías ambientales, las cuales proponen el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, y entre ellos, los derechos de los ríos.

Derechos de la naturaleza 

 La idea de los derechos fundamentales de la naturaleza proviene de la comprensión de nuestra especie como una más entre muchísimas otras que habitan el planeta, donde cada ser tiene derecho a vivir y ser respetado. Estos seres no son sólo aquellos que tradicionalmente hemos definido como “vivos”; también se incluyen montañas, glaciares, ríos, lagos y bosques, elementos del paisaje y el territorio que son considerados seres sintientes y sagrados por diversas culturas. Esta idea no es nueva, pues hace siglos que gran cantidad de pueblos originarios de todo el mundo han pedido un reconocimiento distinto de la naturaleza, desde que los reinos europeos comenzaron a entrar en contacto con ellos y a explotar las riquezas naturales de sus territorios. Sin embargo, hace apenas unos 10 años que esta idea ha cobrado fuerza y voz en los sistemas de legislación occidental. Al respecto, en Sudamérica desde hace algunos años puede identificarse la proliferación de declaraciones y normas jurídicas que claramente se posicionan afirmando los derechos de la naturaleza.

En este contexto, destaca la Constitución de Ecuador de 2008, en la que en el capítulo séptimo, en el artículo 71, se expone que “la naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”. De esta forma, Ecuador se ha instaurado como el primer el país en el mundo en reconocer formalmente los derechos de la naturaleza y establecer una Constitución biocéntrica.

Otros ejemplos que le siguen son: la Ley de Derechos de la Madre Tierra de Bolivia anunciada el 2010; la Declaración Universal de los Derechos de la Madre Tierra, en el marco de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra, celebrada el 2010 en Bolivia; y la Declaración del Foro Alternativo Mundial del Agua, desarrollado en 2012 en Marsella, Francia, en el que se afirmó “el reconocimiento de los derechos de los ecosistemas y especies, para su existencia, su desarrollo, su reproducción y perpetuación. Se apela a la elaboración y el reconocimiento de los derechos de la naturaleza para garantizar a la biosfera, y a sus habitantes, la protección necesaria de su equilibrio y perennidad”. (Berros, 2013).

Un caso en el que esta visión de la naturaleza propició resultados concretos es el de Colombia. El domingo 26 de marzo de 2017 y bajo el lema el “agua vale más que el oro” los habitantes del municipio de Cajamarca votaron en plebiscito en contra de la explotación de oro en su territorio. De esta manera, se opusieron al proyecto minero La Colosa, de la multinacional Anglo Gold Ashanti, que ponía en riesgo a 161 ríos que surten a 27 municipios del Tolima.

Derechos de los ríos

Los ríos son una parte clave del gran sistema terrestre llamado biósfera. Son el soporte de diversos ecosistemas, repercuten en la regulación del clima, en el aprovisionamiento de agua y renuevan los suelos. Además, la relación entre los ríos y el bienestar humano se refleja directamente en nuestra supervivencia a través de la disponibilidad de agua potable y de riego. En su nacimiento en las montañas, los ríos obtienen sedimentos y minerales esenciales para la vida que redistribuyen aguas abajo, en los valles y desembocaduras.

Podemos repetir con certeza algo mil veces dicho: los ríos son las arterias de la tierra, y al igual que en el sistema circulatorio del cuerpo humano, que transporta nutrientes hacia órganos y tejidos, el mantener un río libre le permite transportar nutrientes hacia los territorios y el mar. Cuando alguien dice “el agua del río se pierde en el mar”, está ignorando las intrincadas relaciones y procesos entre el río y su cuenca, los bosques, la lluvia, el mar y toda la biodiversidad asociada a estos ecosistemas (existen estudios que señalan a represas y embalses en ríos como agentes significativos que contribuyen a las emisiones de gases de efecto invernadero que no están siendo contabilizadas). Un ejemplo de esta interdependencia son las diatomeas, pequeños microorganismos que son transportadas en el agua de los ríos hacia los océanos y las cuales están asociadas a la alta biodiversidad de los mares cercanos a desembocaduras (Pfister et al, 2009). Podríamos decir, por ejemplo, que la condición de Chile de país largo y estrecho repleto de ríos que desembocan con nutrientes en el océano Pacífico, sumado a la corriente de Humboldt, aporta a la riqueza específica del mar, es decir, la salud de nuestros ríos está directamente ligada a la salud marina.

Los motivos por reconocer los derechos de los ríos son variados; entre ellos destacan las prácticas ancestrales asociadas a estos cuerpos de agua y su importancia espiritual. Este año han surgido una serie de leyes que proponen cuidar un río como si fuera una persona. En Nueva Zelanda, en marzo de 2017, se ha otorgado el estatus de persona jurídica al río Whanganui, venerado por los maoríes. El parlamento neozelandés ha aprobado una ley que combina los precedentes legales occidentales con la cosmovisión maorí. La iniciativa es pionera en el mundo. Los maoríes, pueblo originario de Nueva Zelanda, llevaban 160 años pidiendo el reconocimiento del río como una entidad viva. El parlamento firmó un acuerdo para que el río Whanganui tenga los mismos derechos que una persona y ha asignado a la comunidad whanganui su administradora legal. Curiosamente, cinco días más tarde, el 20 de marzo, el Alto Tribunal de Uttarakhand declaró los ríos Ganges y Yamuna (el afluente más grande del Ganges) entidades vivas con derechos legales. Otro caso en India es el río Narmada, reconocido como una entidad viva hace algunas semanas.

Sin embargo, ante esta serie de reconocimientos nos preguntamos ¿Qué significa para un río tener los derechos de una persona? Si el derecho humano más fundamental es el derecho a la vida y la libertad, ¿significa que el río debería ser capaz de fluir libremente, libre de obstrucciones como las represas? ¿Se extiende el derecho del río a todas las criaturas del sistema fluvial? ¿Cómo puede un río, sin voz propia, asegurarse de que se respeten estos derechos o pedir compensación si son violados? ¿Quién recibiría alguna compensación? ¿Y esos derechos pueden deshacer los errores del pasado?

Un alentador ejemplo en Latinoamérica es el río Atrato en Colombia. La Corte Constitucional colombiana reconoció al río Atrato como sujeto de derechos. La decisión fue tomada en noviembre del año pasado; establece que el río Atrato es un “sujeto de derechos que implican su protección, conservación, mantenimiento y en el caso concreto, restauración”. Así, el alto tribunal le ordenó al gobierno de Colombia que cree una “comisión de guardianes del río Atrato” que proteja este afluente.

En Chile aún tenemos mucho que aprender de estas experiencias; podríamos partir conversando con las culturas que habitan nuestro territorio. Para el pueblo mapuche los ríos, y cuerpos de agua en general, son sagrados pues poseen ngenko, espíritu de la naturaleza que habita y protege los espacios de agua (Grebe, 1993). Además, distinguen entre trayenko, lil y menoko, los que podría considerarse como esteros, vertientes y pantanos (o humedales). Estos lugares son habitados por una gran diversidad de plantas y animales, y deben ser respetados, incluso hay que pedir permiso para entrar en ellos para buscar medicina, alimento o agua para beber (Neira et al., 2012).

A la luz de la actual degradación de los ecosistemas del planeta, producto de la contaminación del aire y el agua, la deforestación de bosques milenarios para el monocultivo o la construcción de enormes diques de hormigón para embalsar ríos; los derechos de la naturaleza, y dentro de ellos los derechos de los ríos, son cambios que sólo serán posibles si la voz de los pueblos originarios, y de los grupos de ciudadanos conscientes, es reconocida en las esferas públicas, como en Nueva Zelanda o Colombia. La abogada ambientalista Gloria Amparo Rodríguez cuenta que alguna vez le preguntó a un mamo de la Sierra Nevada de Santa Marta, en Colombia, cuáles eran sus derechos. Su respuesta la dejó sorprendida: “No, no tengo derechos, pero tienen derecho el río, el viento, la montaña. Nosotros solo tenemos los deberes de protegerlos a ellos”.